Los padres siempre tienen grandes sueños para sus hijos. Sobretodo aquellos que no pudieron cumplir cuando eran jóvenes. Mi mamá me hizo pasar por uno de esos. Tenía nueve años y me dijo: “Te voy a inscribir en una escuela de danza”. Yo, con cero ritmo, no me opuse. A la semana siguiente me llevó a una audición a la escuela donde una compañera de curso practicaba piano, es más, fuimos con la madre de ella a mi audición. El pasillo estaba repleto de niñas bonitas, estirando sus largas piernas y luciendo sus mejores pintas. Primer error: las audiciones para niñas entre cuatro y diez años habían sido el día anterior. Mi prueba sería con las niñas de quince. Bien. Entré. Primera en una fila de veinte niñas. Segundo error: la profesora pidió que pusiéramos el pie derecho al frente y yo ahí, pensando cuál era el pie indicado y claro, me equivoqué y la profe dijo “niñita, usted tiene las piernas de palo, éste el es pie derecho” y me dio un pequeño golpecito en mi temblorosa pierna.
No quedé, era obvio. Cuando fuimos a ver la publicación de las seleccionadas y mi nombre no estaba entre ellas, por primera vez vi en el rostro de mi madre una expresión a desilución absoluta. No dijo nada. Yo tampoco. Nunca más se habló del tema.
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